En estos inicios del siglo XXI pocos son los que cuestionan públicamente el Estado de derecho y la división de poderes y digo públicamente, porque en privado y en las cocinas de la política ocurre algo muy diferente. Con todo lo que ha llovido últimamente se me escapa una sonrisa cuando alguien me habla de la independencia de los poderes y, sobre todo, si se refieren a la independencia del poder judicial. Visto desde fuera (fuera de la política y fuera de Madrid), todo parece haberse convertido en un equilibrio de poder entre los dos grandes partidos estatales, cada vez más preocupados por la que para ellos es una excesiva influencia de las fuerzas nacionalistas en la política estatal. Resulta curioso que las mismas personas que reclaman solidaridad a los nacionalismos periféricos cuando se trata de financiación de las autonomías miren con desconfianza e incluso con repugnancia a los partidos catalanes y vascos cuando estos, en un ejercicio de solidaridad, quieren participar en la toma de decisiones en Madrid.
Resulta complicado sentirse cómodo en un Estado que siempre encuentra dificultades a la hora de reconocer las distintas realidades que lo integran y que algunos sentimos como nacionales. El empeño de los distintos gobiernos de Madrid, tanto del PSOE como del PP, ha sido el de diluir las diferencias cualitativas que existen entre las comunidades históricas (Euskadi y Navarra, Cataluña, Galicia) y el resto del territorio del Estado. Estas diferencias históricas, culturales, identitarias son las que plasmó la Constitución de 1978 a la hora de establecer dos vías de acceso a la autonomía y a la hora de fijar dos niveles competenciales distintos. Aplicando la estrechez de miras de algunos, no sería descabellado pensar que la reciente reforma del Estatuto Valenciano, en el que una disposición adicional (conocida como cláusula Camps) habla de que será competencia valenciana todo lo que se transfiera a otras comunidades, es también inconstitucional, ya que va contra el espíritu y la letra de la Carta Magna, pero sin embargo Valencia no genera el mismo nivel de polémica que Euskadi o Cataluña.
La propuesta planteada desde el País Vasco no fue ni tan siquiera debatida en las Cortes con la siempre útil excusa de la violencia terrorista. En Cataluña el Estatuto fue debatido y se aprobó un texto. Cuando la propuesta de Estatuto llegó a Madrid fue recortada de forma importante. No se aprobó lo que decidió Cataluña (como dijo Zapatero que haría), pero al menos se acordó una reforma del Estatuto. Un texto, aprobado por 120 miembros del Parlamento de Cataluña (frente a solo 15 votos en contra, del PP), aprobado por el Congreso y el Senado (tan solo con el voto en contra del PP y una errática posición que terminaría en la abstención de ERC), aprobado en referéndum por el pueblo catalán con un 73,90 % de los votos a favor, pero cuestionado en Madrid desde el principio.
Tras tres largos años en los que España no se ha roto, a pesar de los gritos apocalípticos del PP, parece que el Tribunal Constitucional está cerca de emitir una sentencia sobre la inconstitucionalidad del Estatut. Es posible que la sentencia sea negativa, al menos es lo que se deduce de las declaraciones de unos y otros en los últimos días. Si así fuera, estaríamos ante un NO jurídico a un acuerdo político y soberano no solo de una Comunidad, sino de las propias Cortes, representantes de la soberanía popular de todos los españoles. Si llegara el tan temido NO del Constitucional, el Estatuto catalán, tal y como está redactado, no tendría cabida en la actual Constitución, tal y como está redactada. Ya hay quien, empezando por el propio Zapatero, se ha adelantado a advertir que no habrá reforma constitucional, pero lo cierto es que es la única solución posible si es que se quiere respetar un acuerdo adoptado por las Cortes y crear un marco de convivencia en el que no sólo los nacionalistas españoles se sientan cómodos. La lealtad es algo que siempre se reclama a los nacionalismos periféricos, pero que parece que no están dispuestos a cumplir los nacionalismos centralistas: ni el nacionalismo de derechas del PP, ni el de izquierdas del PSOE. De eso en Navarra sabemos mucho.